A veces me
preguntaba que destino fuera de mi destino tendrían los actos.
Fuera de mí todo carecía de sentido y entendía que
todo era puro desplazamiento y que no tendría otra salida que la salida al mar
y dejarme estar a la deriva.
Caer desde no se
sabe dónde, en cualquier lugar, eso era lo que me venía ocurriendo desde los
años de la adolescencia donde el futuro era sólo la cercanía de los que
rodeaban, donde las preguntas eran con quienes habitaría el mundo de las
noches.
Un severo
desprecio por la violencia y por lo que se tuerce, me acompañaban también desde
hace mucho y hacían que no prestase tanta atención a las habladurías ni a los
malos consejos de los que se acercaban para que yo pudiese reconocer que ese
amor era imposible porque el tenía una estructura familiar armada y yo sólo era
su ventana de oxígeno por la que se asomaba de tanto en tanto para poder mirar
el horizonte y el declinar del sol, en esas tardes crepusculares que evocaban
su caída.
El reino de los
cielos había descendido y se instalaba en los pormenores de su vida cotidiana
formada por el padre, el hijo, y una mujer sin espíritu que lo había perdido
todo en nombre de esa santidad lograda que era la familia.
Yo había
aparecido como un ángel, mas allá de los demonios, un mediodía iluminado de los
veranos de esta ciudad que se mezclaba con la algarabía de mis faldas al viento
y el color afiebrado de los estampados sobre la piel dorada por el sol, y
alegre por la proximidad de las tardes estiradas, húmedas hasta un anochecer
vivido en las terrazas públicas habitadas de cielos y de estrellas.
Yo amaba el mar,
y la terquedad de sus mareas que me acercaban y me alejaban. Yo no quería amar
más que a la vida, sin integrar ninguna dramática personal tomada al pié de la
letra, porque presentía que todos los lugares se movían de lugar, que nadie
tiene la última palabra, porque la última palabra no es la última sino sólo la
posibilidad de un punto.
Yo tenía una
muerte aliviada por la posibilidad de la escritura y comenzamos así nuestra
novela por entregas que tenían la periodicidad desobediente que tienen los
actos que se rigen por las ganas de estar dentro de la escena.
Todo iba tomando
el tono del verano y nuestros encuentros tenían el vértigo del amor cuando
recién se inicia.
Esa noche había
salido a caminar sin ninguna intención que me llevase a algún lugar
determinado. Me atrajeron las luces y la alfombra roja que descendía por las
escaleras de esa casa de piedra donde se jugaba y sin pensarlo demasiado entré
a la sala de juegos donde los desafiantes hacían sus apuestas.
Ví como pasaban
ante mí las cartas que tenían el peso de encarnar a la nada, transformando a la
nada en apariencia, ese vuelco del corazón dando cuenta de un vacío.
Sobre el tapete
se descubrían y alineaban sumando cifras o restando presencias. Hice mi apuesta
mirando el verde y mi mirada se sacralizó en el juego haciéndome sentir que
tenía la suerte de mi lado porque yo y Dios éramos la voluntad que dominaba.
Algunas fichas
comenzaban a apilarse a mi costado y algunos jugadores comenzaron a seguir mi
jugada que cada vez se hacía mas invencible, hasta que se impuso el cambio del
pasador que se alejó derrotado.
Mis ojos seguían
brillando sin pudor y comenzamos nuevamente la ronda con las cartas tiradas
débilmente por quien esperaba ser derrotado nuevamente.
Volví a ganar y
toda la mesa estalló en carcajadas que festejaron la continuidad del desorden
que establecía mi buena racha.
Levanté la
mirada y lo miré. Habíamos estado juntos en la mañana, con la luz y el canto de
los pájaros. Habíamos estado escribiendo nuestra historia y sufrido la
imposibilidad de estar juntos que la vida nos planteaba. Habíamos hablado de
nuestro amor y del futuro.
Ahora estaba
frente a mí, mirándome con esos ojos que desconocía.
Toda la luz era la Noche que envolvía sus manos
y su cara fue tomando la dureza de las curvas marcadas de a poco por sus
gestos.
Algo de lo
demoníaco se instaló en su mirada y el mal comenzó a hacer sus estragos. Nos
encontramos en él y quedé nuevamente fascinada. Había aceptado el desafío de mi
juego, había entendido, y me sumergió en cada paso en un abismo donde yo
apostaba a ganar y perdía siempre, y el apostaba a mi angustia y ganaba
siempre.
Tuve que
abandonar la mesa, me quedé por ahí, volvía a apostar en otra mesa y volví a
perder, al mismo tiempo que comencé a reírme sin poder detenerme, como habiendo
descubierto una alegría. Mi Dios me perseguía pero yo había abandonado a mi
Dios. Me había separado.
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