El cielo tiene miedo de la
noche,
de ese silencio lleno de
murmullos
cuando los ojos se llenan de
recuerdos
y una invasión de ópalos se
cuelga en la mirada.
Levanto la cabeza y veo un
nido de luciérnagas
rodando por el cielo,
cruzando todos los signos
zodiacales,
mientras un aerolito cae sin
mirar a nadie
de la elipse cerrada de los
astros
y se ve abrir en el cielo un
bosque de hadas extasiadas
que me prometen el
cumplimiento de un milagro inalcanzable.
Un vuelo se agranda en la herida
de su estela
y se ahoga un grito que solo cicatriza
en el espacio.
Mi mirada se vuelve delirante
en un aire de verano y primaveras
donde danzan las luminarias
sin moverse
porque tienen la luz dentro
del cuerpo
y aprendieron la lección del
telescopio que creyó mirar y era mirado.
Con un llanto de luna oigo el
ladrido de un perro
que da la vuelta al mundo
y un nocturno durmiendo en un
concierto único
reposa sobre el piano que
ensaya muertes tenues
junto al sonido del mar que
prepara algún naufragio
mientras doblan las campanas
de los astros muertos
y el azul del universo se
salpica de luz,
aquella que desbordan los
planetas
dominando un insomnio
interminable
e invade todos los rincones
cuando es hora de dormir en
todas partes.
El tiempo de los siglos se
insinúa terriblemente envejecido,
cansado de soñar en esa
espera que salte una ilusión
y llegue al cielo
sentada en una lágrima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario