Cielo de verano en Madrid
e invierno en Buenos Aires.
Cielos enfrentados como dos
espejos:
humedades y luz.
Camino como si las nubes
hubieran descendido
y fuesen mi captura en una
imaginaria canción
saliendo inocente de mis
labios,
como una pompa de jabón, sin
sombras.
Los antepasados convertidos
en espíritus
colgaban de las ramas del
ciruelo
y sones de trompeta
acompañaban los pasos del silencio
posándose en la tierra
fascinada por el vuelo de un pájaro
que señalaba el camino del
olvido.
La música del río sonaba
atronadora y llegó hasta la orilla
arrastrando una camisa roja
con ojales enormes
por donde el tiempo pasaba
gota a gota
repitiendo: soy lo que fui.
Recogí del bolsillo un
papelito que desdoblé
entre risas y llantos
mientras espantaba
las dudosas miradas de las
moscas y su zumbido
para que se perdiesen en el
mundo impalpable
de esa línea raptada por el
cielo.
La boca de papel me
preguntaba
¿dónde se esconde lo que
nunca me dijiste?
y preferí que se rompa en mil
pedazos el destino
y entre astillas de vida besé
la camisa destrozada
y me hundí en la ceguera de
un relámpago miserable
sin confesar, porque no me
acordaba,
en que despojo dejé oculto mi
último secreto.
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