La bolsa o la vida, ésta había sido la última frase
leída antes de apagar la luz en esa casa de fin de semana, en un lugar todo
verde, una isla pequeña surcada de estanques, con un muelle que daba al río al
que le gustaba visitar por las mañanas muy temprano, cuando todos dormían aún y
el sol se asomaba tímidamente, mientras los pájaros cantaban en soledad su
alborozo por estar vivos cada mañana, cada vez como una primera vez.
Se quedaba
sentada con un poco de frío en la piel y la humedad que ya no era rocío,
mirando el agua y sus movimientos que siempre se debían a otros movimientos que
calculaba se producían mucho más allá, en algún ramal donde un velero tal vez,
o una lancha, la habían madrugado, inocentes cómplices de todos sus amaneceres.
Había llegado
a ese lugar casi desprevenidamente, pero allí se había quedado los últimos tres
meses que marcaban el ritmo del verano, cosa que no había calculado nunca pero
que aconteció sin esperarlo, como cualquier acontecimiento, como cualquier cumpleaños.
Fue una
invitación que le hizo Él, él que tenía el don de llevarla a lugares increíbles
como si su empeño siempre hubiese sido deslumbrarla, darle como sorpresa lo
inesperado, imaginar lo que ella no se atrevía y que ella siempre recibía con
la impresión de que se le abría la cabeza, para que después alucinando lo
inevitable, se le abriera el corazón junto con las piernas.
Él la conocía
de una manera como se conoce a una mujer, era en realidad su primera salida,
pero él la conocía sin saberla. Traía dentro de sí a esa mujer que quería amar
y todo resultó así desde la primera vez, porque ella se vio liberada del
invento, y sólo tuvo que aceptar lo que él traía.
La timidez esencial
de ella y un misterio enmascarado hicieron que aceptara la invitación de pasar juntos
todo un día, cosa que le parecía un exceso y que temía como se temen la falta
de palabras, el aburrimiento, o la indiferencia.
¿Y si no
pasaba nada? ¿Si se me vuela el alma en el encuentro y dejo de sentir, y todo
se transforma en un pequeño fracaso más, de esos insignificantes, que tienen el
poder de volverme más insignificante, más poca cosa?
Cuando
llegaron la casa estaba llena de gente, todos jóvenes amigos que se conocían
entre sí. Él recortaba su figura que se agrandaba entre sus risotadas, como si
poseyese el doble encanto de una ternura y una firmeza remarcada en lo negro,
sus ojos y sus cabellos, única oscuridad que surcaba su cara de tanto en tanto,
con el viento o con un ademán de su mano.
No había
aparecido en su vida solo, cuando lo conoció eran dos amigos que se amaban,
eran los dos bellos, los dos la habían deslumbrado. Sintió que era imposible
separarlos, formaban como un cuadro donde una imagen no puede ser separada de
otra imagen porque se pierde la armonía y junto a ella la belleza.
Se enamoró de
los dos como se enamoraba de las obras de arte, donde el goce era sólo
estético, donde todo era solo contemplación.
Sumida en la
indecisión y capturada por la escena dijo que sí a la cita, suponiendo que Él
se había decidido por ella, efectuando el corte de la imagen en ese apresurarse
primero, en esa invitación que lo posesionaba en dueño de la situación y por lo
tanto en su dueño.
Tomó de nuevo
la novela que leía y se tiró en la mecedora que habían colgado de árbol a
árbol, casi tocando el agua del río. No lo escuchó llegar, pero levantó la vista
y lo miró. Otra dulzura. No Él, sino su amigo, le proponía mecerla despacito
mientras leía, para nada, dijo, para mecerla, para jugar despacito y sin que
nadie sepa. Para mostrarle que él estaba también en su cuerpo, despacito, y
ella lo amase en un silencio inconfesable. En lo nunca confesable de un amor
que había traído Él, para que yo lo viva a solas en este tiempo que ya llevaba
tres meses, en este verano que nadie se propuso pero que sirvió, para que la
intención de Él se cumpla. Que por primera vez, yo tenga un secreto.