Como la lava de un volcán
barrías el damero de los sueños,
dejando al descubierto el cautiverio
de celdas separadas que escupían escrúpulos.
Te amo me decías,
y a mi oido llegaban las palabras
vibrando en ondas susurradas
que ordenaban un cielo siempre nuevo de estrellas,
compartiendo el espacio con imprecisiones calculadas.
A veces no me decías nada,
pero te adivinaba en el surco mayor que partía tu frente
y en el temblor del iris,
donde me perdía como una vagabunda solitaria.
Me acostumbraste a no pedir,
tuviste la alegría de entregarme amapolas del campo,
vestidos necesarios, el pan todos los días,
perfumes, alabastros,
un lugar, un país, un frío, alguna fábula.
Te recuerdo de más,
apareces de a ratos enmarcando una época
donde los frutos eran accesibles,
y me dejabas siempre suspendida para poder tomarme,
arrancarme de mí, llevarme cerca,
donde la noche se pierde en la mañana,
donde el girar me anuncia el tiempo de una vida fugaz,
y trastorna la ausencia.
Ruedan velocidades de estrellas y el pedido a la vida
se derrama en el torrente ardiente de la lava
que copula en la fuga, el crujido de grietas
con el aletargado canto de un día extraviado
entre el ayer y el sueño, recuperando la libertad
de lo incumplido, que rompe el inventario.
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