miércoles, 10 de diciembre de 2014

El sexo y yo




EL SEXO Y YO

Mi sexo mi mujer,
huellas de besos, de huidas, de palabras muertas,
de palabras desechas, diluidas, como la luz muriendo en el ocaso.

No te conozco del todo
pero supe que el cielo está cuajado de silenciosos huecos
y brisas invisibles como viento de hojas,
rondan el mundo sin memoria
y siempre hay un ardor dormido frente a una juventud inacabada.


Descansan tibios rescoldos de fuegos intactos que no olvidan
mientras la mano deja de buscar para atenerse a un orden,
porque no encuentra objeto más que un centro viviente,
un nombre suspendido sobre un labio,
un latir de estrellas y un susurro
bordes que son encuentros mirando una señal equivocada.


Te comprendí y no he muerto en el silencio justo de un orgasmo,
en la lenta seda que se derrama en diminuto.
Lavaba mis pies en la fuente de sirenas
porque no tenía intención de definirme,
centellando en un destierro enrojecido por momentos de pasión
donde gestos antiguos y soñados se desataban a falta de una historia.

En ese paraíso de inconciencia absolvía a mi amor y a mi inconstancia
de toda la avidez por ser de otra manera
y huía frente a la implacable luz
de los descubrimientos de ser un cuerpo inalcanzable,
insensible a la aprobación de alguna caridad que lo trastorne,
y así imantada de luz fosforescente golpeaba la roca
sólo por un instante y luego sucumbía en la extraña ceremonia
donde dos nómades pasajeros habitaban la deriva de los sexos,
en costas que se transformaban,
mientras mi cabellera se desplegaba para el lujo
de un desconocido paroxismo,
y todo olía a sal flotando en la blancura de un relámpago.

Mi sexo mi mujer,
todos los lazos tenían la tibieza del flagelo
donde una cosa no era igual a cosa alguna
y cualquier acto se abría en una lengua de presagios,
mientras un nuevo astro vacío de futuro
pedía extinguirse en una jaula de demencia
sin poder instalarse en ningún lado,
ni siquiera en mi lecho donde un juego nupcial decepcionado
se puso al lado de la muerte, sólo un poco,
en un desvanecimiento atemporario,
que despertó ante el fracaso de un encuentro
y la boca pidió un lugar extravagante donde aferrarse el alma
como una mujer desnuda a la humedad del sexo,
que no dejó de trotar al lado mío,
sin alcanzar jamás el corazón del sol ametrallado de espejismos.

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