Encuentros con relojes blandos y
perfumes inesperados hasta el alba.
Relámpagos volatizaban las cortinas
del cuarto
y encendían espejos.
Después venían los rituales
y quedaban tirados por el suelo
encajes interiores
marcando rutas de desvíos,
desconocidos destinos de los cuerpos.
Eran como trapos tirados al azar
para alcanzar alguna desnudez,
que no indicaba el desmayo final
o la incierta escritura de dos vidas
que entraban dentro de un paréntesis.
Burbuja con la mora prometida del
Jardín alucinado,
y sospechas de una eternidad
interrumpida
por los ruidos del ambiente que
distorsionaban las promesas.
Alas para volar y la burbuja navegaba
espacios
porque era su destino desplazarse
y perder la apariencia hasta el
próximo encuentro.
Después venían de nuevo los perfumes
y el agua resbalando por el cuerpo
y los trapos adquirían su importancia
de sedas y algodón,
y peines y zapatos
y aquel recuerdo inevitable del mundo
que nos esperaba a la salida de ese
sueño,
para volver a ser aquellos que tampoco
éramos.
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