martes, 11 de noviembre de 2014

ALTOS PICOS

Un puñado de fiebre abre la ausencia
y juzga al beso sostenido por las sombras.
El cuerpo que busca hasta el final su cicatriz de muerte,
enmudece cualquier fonética de un gesto.
Silencio de cenizas en un invierno intermitente
donde algo no deja de caer,
y no precisamente como un rayo
sino como una media voz exacta,
nombrando pieles que han sido bordes de heridas
asombradas de tanta inmadurez
arrojada en los escombros que propició la cólera.
Una sentencia inagotable y el vientre se abre
dando lugar al nacimiento
pero vuelve a cerrarse indefenso ante la muerte.
No existen las palabras, todo es grito,
la cascada de sangre busca el labio
que infecundo une aire con aire
y desde todas partes surge la noche que ennegrece al mundo
y la luz queda sin dueño y el oxígeno intacto, dislocado,
rechaza cualquier combinación que transforme el alarido en canto.
El tiempo acaricia su sudario,
la flor traiciona al ojo y la mirada vuelve a los subterráneos
donde el brillo encuentra su salida
y flor y luz son violentadas
por una lluvia de ojos olvidados, espaldas ciegas de algún sueño.
Lenta como una máscara, la vida vuela su fin
y se hace íntima detrás del pensamiento.
El origen, desfondado principio,
acarició por una vez mi frente
me abrió y me cerró para darle lugar a mi vacío.
Abrí mis manos en el viento y yo también tiré mi primer piedra
y gané un corazón adentro mío que me miraba en todos los
vaivenes por los que navegué desnuda en la interperie.
La lujuria dejó caer su sayo y la loca que espera la pregunta
zumbó a mi alrededor con un olor a polvo de destinos.
Respeté su mudez y me fuí caminando despacito
hasto doblar la esquina y ver pasar,
sin romper nada,
a un hombre entero, buscando su latido.

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